Vivimos una situación económica y política de cambios conflictivos. La dirección reaccionaria de quienes dirigen estas transformaciones provoca indignación -aunque aún de forma desordenada- en la mayoría de la población. Así, las contradicciones sociales se hacen más evidentes, y el arte no discurre ajeno a esto. El marxismo, que fue enterrado por sus enemigos nada más nacer, contra el cual se empleó -casi desde su origen- el argumento de que “ya estaba superado”, resurge con toda su fuerza explicativa. Tras 150 años de historia, muchas de las pesquisas de su primer tercio de vida mantienen su sentido revolucionario; no es casual, precisamente el marxismo trató de revolucionar lo que aún sigue en pie. Sus principales aportaciones aún no han sido asimiladas; nuestra sociedad busca, errante, respuestas de cambio esquivando a la ciencia de la revolución.
Marx y Engels no dejaron ningún estudio sistemático sobre el arte. Sus análisis, como ya dijeron, no estaban motivados por la idea de interpretar el mundo, sino de transformarlo; y el arte no puede aquí jugar un papel protagonista. Es cierto que ocupa un espacio, aunque sea secundario desde la perspectiva transformadora; es, como diría Lenin, “ruedecilla y tornillo” de la revolución; pero no es el motor fundamental. La transformación que supuso el marxismo en la concepción de los fenómenos sociales, nos permite acercarnos al arte desde una perspectiva ciertamente lúcida; y con unas herramientas que, a falta de perfeccionar las específicas, pueden desnudar el arte como Marx desnudó el capital.
Nuestra moderna concepción del arte como estética pura, ajena a cuanto le rodea salvo a su propia historia, es el fruto de una doble deshistorización (Bourdieu, P. 2002). Por un lado, la de las propias obras, que penden de las paredes blancas de los museos simulando universalidad (en ocasiones junto a contextualizaciones históricas que promueven el misticismo), como si nunca hubiesen venido de ningún sitio (salvo del artista-genio) ni rendido cuentas a más intereses que los de las musas. Por otro lado, la de la propia forma de mirar esas obras; una mirada originada en un momento extremadamente concreto, que tiene la ilusión de estar libre de prejuicios. Tanto las obras como las miradas son construcciones históricas y sociales, a las cuales, fuera aparte de las intenciones de los misticistas, podemos tener acceso.
El arte, tal y como lo conocemos, se ha desarrollado desde el S. XIX ocupando cierto rol dentro de una sociedad dividida en clases con intereses contrapuestos. Sus frutos indignan a trabajadores y son objetos de negocio para ricos. Entre ambos, un reducido grupo de ilustrados, completamente imbuido por una perspectiva ingenuamente universalista, participan y dan sentido a este reflejo de la dominación. El desconocimiento colectivo del mecanismo, incluso entre aquellos que participan de él, se vuelve esencial para mantenerlo en pie. (Mendez, L. 2009)
Hoy ya sabemos que los mercados no son ese lugar común de intercambio de objetos, sino un sistema de dominación. Y el arte, una vez más, no escapa al entramado social. Desde los inicios del comercio, las distintas sociedades han escrito sobre las argucias y triquiñuelas del comerciante. Hoy en día, en su nombre, la democracia europea ha sido silenciada. Curiosamente, los gobiernos que desde Latinoamérica cumplen con su programa electoral, oponíendose a los llamados “mercados”, son tildados de dictadores. ¿Cómo iba a poder la creación cultural escapar a esta situación?
El papel del mercado en el arte no es superficial. “La constitución de los valores artísticos es el resultado de la articulación del campo artístico y el mercado” (Moulin, R. 2012) Las galerías fuertes monopolizan estilos que posteriormente justifican teóricamente antes de sacar a la venta. El comercio del arte y su promoción cultural se encuentran completamente ligadas. Las dos casas de subastas principales, Christie’s y Sotheby’s, controlaban en 2006 el 75% del mercado del arte.
Tenemos evidencias de sobra para justificar el desencanto social generalizado, tanto hacia la economía y la política como hacia el arte. Y en ambas tres, es el dominio de la clase capitalista la causa de la miseria, a su vez, económica, política y artística en la que se induce a la mayoría social. No hablaba en vano Trotsky cuando decía: “La revolución conquistará por primera vez, para todos los hombres, no solamente el derecho al pan, sino también a la poesía.”